La posguerra y la reconstrucción de
Europa
Acabada la
guerra, Europa estaba depauperada. El largo conflicto había provocado terribles
pérdidas demográficas y cuantiosas destrucciones materiales. Por otra parte, la
Revolución rusa repercutió en todos los países originando una oleada de
agitación social, mientras que las deudas de guerra daban lugar a un caos
financiero y una fuerte inflación.
Alemania, la
máxima perdedora, se vio abocada a un gran desorden interno. La nueva república
otorgó la constitución de Weimar
(1919), que establecía una república federal en que se preveía el sufragio
universal. La agitación política determinó la aparición de numerosos partidos,
entre ellos el Partido Obrero Alemán (1919), que uno de sus miembros, Adolf
Hitler (1989-1945), convertiría en un partido Nacional-Socialista Obrero Alemán
(1921). En 1926, Alemania fue aceptada en la Sociedad de Naciones.
La agitación
nacionalista irlandesa seguía siendo un problema fundamental para Inglaterra,
por lo que se intentó resolverla mediante la concesión de la autonomía del
Estado Libre de Irlanda (1921), aunque la zona del nordeste, el Ulster,
continuó formando parte de Inglaterra.
El fascismo italiano
Al terminar a
guerra, Italia se encontraba en una situación económica crítica. El estado se
hallaba endeudado con Estados Unidos e Inglaterra.
En esta
situación aparece una extraordinaria figura política, Benito Mussolini
(1883-1945), que provenía de las filas socialistas. Pero, partidario luego de
un régimen fuerte basad e la exaltación nacionalista y el corporativo
(agrupación gremial de todas las profesiones), fundó en 1919 los fascios de combate, milicia anti
socialista que atacaba tanto a los liberales como a los socialistas y
comunistas. Y en 1921 nació el partido
fascista.
En las
elecciones de 1921 fueron elegidos treinta y un diputados fascistas. Alentado
por este éxito, Mussolini se preparó para tomar el poder. En octubre de 1922
organizó la marcha sobre Roma y
exigió al rey Víctor Manuel III, que reinó de 1900 a 1946, la entrega del
poder.
Pese a que la
monarquía y el sistema parlamentario seguían vigentes, Mussolini preparó,
mediante una serie de leyes, el estado totalitario, dirigido por él mismo
(Duce) y consolidado a partir de 1925. El fascismo contó con el apoyo de las
clases medias, dominadas por el miedo y la frustración de aquel periodo, y las
subvenciones de banqueros y grandes propietarios que veían en el régimen
fascista un medio para oponerse a los avances políticos y organizativos de la
clase trabajadora.
Mussolini inició
un amplio programa de reconstrucción económica basado principalmente en las
obras públicas que no consiguió sacar de su atraso secular a las regiones del
sur, donde continuó la oleada migratoria hacia América.
Su agresiva
política exterior le llevó a invadir Abisinia (Etiopía) en Octubre de 1935, lo
que provocó graves conflictos internacionales. En 1936 pactó con Hitler (Eje Roma-Berlín). La política
internacional de ambos dictadores originaría un nuevo conflicto internacional.
La depresión de 1929: el crack de Wall Street
El
extraordinario desarrollo económico de Estados Unidos había generado entre la
población un periodo de optimismo general. Pero era un auge, alimentado por una
especulación desenfrenada y sin respaldo real de las empresas.
El 24 de octubre
de 1929 (jueves negro) cundió el pánico en la bolsa de Nueva York (Wall
Street). El crack de la bolsa fue seguido por quiebras
bancarias y una espeluznante recesión financiera. La ruina de los pequeños
accionistas y los agricultores, la disminución de la producción y el paro se
extendieron por el país.
La
superproducción había originado grandes stocks
que era necesario reducir (crisis cíclicas, propias del sistema capitalista).
La depresión
que siguió al crack iba a durar
varios años y a extenderse por doquier a través de los intercambios
internacionales y a causa del peso de la economía americana en el mundo. Sus
consecuencias fueron más allá de los aspectos puramente económicos.
En Estados
Unidos, el presidente demócrata Roosevelt (1958-1919) inició la intervención del estado en la economía
(política que se generalizará a partir de ahora) mediante una serie de reformas
conocidas como New Deal (Nuevo Trato)
y llevadas a cabo entre 1933 y 1939.
La revisión
del pensamiento económico se convirtió en una necesidad. J.M. Keynes
(18883-1946), economista británico, fue el teórico clásico de la crisis.
El nazismo alemán
La crisis
económica resultó desastrosa para la ya debilitada Alemania.
La población
se radicalizó ideológicamente y el partido Nacionalista Obrero Alemán (partido
nazi) de Hitler vio aumentada su influencia e implantación.
Se organizó
una milicia armada compuesta de la S.A. (Sección de Asalto) y las S.S.
(escuadrones de protección).
En las
elecciones de 1932, los nazis consiguieron más de un tercio de los votos.
Hitler, que ya había intentado conseguir el poder, aunque sin éxito, mediante
un golpe de estado en 1923, fue nombrado por el presidente Hindenburg, el 30 de
enero de 1933, canciller de Alemania. En sólo diez meses, Hitler consiguió transformar
radicalmente la estructura política y establecer un sistema totalitario.
Un incendio
destruyó el Reichstang (parlamento) en febrero de 1933, y esto fue la excusa
para eliminar a sus enemigos, a los que Hitler acusó de haber provocado el
incendio.
El 23 de
marzo, día de la apertura del parlamento, empezó el III Reich (Tercer Imperio): Hitler obtuvo plenos poderes para
gobernar por decreto durante cuatro años. En octubre de 1934 murió el
presidente Hindenburg y Hitler empezó a actuar como tal con el Göring (1893-1946),
Göbbels (1897-1945) y Himmler (1900-1945), comenzó su dictadura.
La doctrina
política del nazismo, expuesta por Hitler en su obra Mein Kamnf (Mi lucha, 1924), se basaba en un nacionalismo exacerbado
que derivó en el racismo, al considerar a la raza aria como superior, y, como
consecuencia, en el antisemitismo: también Hitler defendía el estado
totalitario, con un jefe (Führer) cuya voluntad debía ser obedecida por todo el
pueblo.
A partir de
1933 se abrieron campos de concentración para los presos políticos.
Paralelamente,
Alemania se lanzó a la urgente tarea de recuperarse económicamente. En 1939
logró alcanzar el segundo puesto en la economía mundial.
La agresiva
política internacional de Hitler llevará al segundo gran enfrentamiento
mundial.
La Rusia de Stalin
J.V.D.
“Stalin” (1879-1953) fue el sucesor de Lenin. Con él se abría una nueva etapa
política y económica en la Unión Soviética.
Stalin
consiguió eliminar cualquier tipo de oposición, aun cuando los principales líderes
del periodo revolucionario, como Trosky o Zinoviev, fueron excluidos del
partido. Se puede decir que, de esta manera, Stalin se convirtió en el dictador
absoluto de país.
Su política
económica tendía al desarrollo industrial bajo el absoluto control del estado.
Mediante la elaboración de planes quinquenales (1928, 1933, 1938), la URSS se
transformó en un estado industrial moderno. La agricultura se colectivizó,
creándose para ello los koljoses
(cooperativas colectivas) y los sovjoses
(granjas socializadas propiedad del estado).
En 1936 se
promulgó una nueva constitución que introdujo algunas libertades, aunque el
régimen de purgas las hacía a menudo impracticables. Entre las reformas
constitucionales, cabe destacar el sufragio universal.
El Soviet
Supremo (parlamento), formado por el Soviet de la Unión (elegido directamente)
y el Soviet de las Nacionalidades o (cámara alta, representante de las
diferentes repúblicas), debía elegir al Consejo de Comisarios del Pueblo y al
Presidium (representación permanente de las cámaras).
Pero, junto a
este complicado engranaje, se encontraba el partido comunista, cuya
burocratización interna propicio la aparición de una casta política cerrada en
sí misma, y el único permitido y cuyos más altos representantes eran también
los mandatarios en el gobierno.
La construcción del estado socialista
La nueva política económica (N.E.P.)
En 1921, al
ser vencidas las fuerzas invasoras de Rusia, no se veía mejora alguna en las
condiciones de vida de los trabajadores soviéticos; el descontento político se
dejó sentir y los ataques contra el régimen fueron alarmantes.
Los marinos
de la base naval de Kronstadt, en otro tiempo el corazón revolucionario de la
flota de Báltico, se amotinaron en marzo de dicho año y se enfrentaron con el
gobierno; la situación adquirió caracteres dramáticos. La rebelión se apoyaba
en los campesinos y en los obreros industriales, todos ellos descontentos; unos
y otros llegaron a sentir contra los comisarios políticos la misma antipatía
que habían sentido contra los oficiales zaristas en febrero de 1917, porque no
veían mejorar su situación material.
Lenin
reprimió energéticamente la sublevación de los marinos en pocas semanas. Luego,
con su habitual oportunidad y agudeza política, inició su notable repliegue en
su línea de gobierno. Esta retirada le resultaba fácil porque era un retorno a
su posición inicial, a su política económica moderada y a su teoría de que la
agricultura, todavía primitiva, no estaba aún madura para la revolución socialista.
La nueva
política económica –la N.E.P. como fue llamada entonces, según las iniciales en
ruso- representaba sin duda un paso atrás. Lenin no trató en modo alguno de
disimularlo, limitándose como siempre a someterse a la realidad de los hechos. Los
campesinos obtuvieron el derecho de vender los excedentes de su producción en
el mercado libre, mediante el pago de un impuesto, y, en otras muchas
actividades, la iniciativa privada volvió a tener cierta libertad. El gobierno
juzgó que el incentivo de la ganancia impulsaría la producción así ocurrió. El
plan elaborado triunfó, aparecieron reservas hasta entonces ocultas y consiguió
un incremento de la producción, abriéndose nuevas perspectivas al país.
La N.E.P.
constituyó un éxito, pese al simultáneo retorno del espectro de la
especulación. De todos modos, la nueva política económica sólo afectaría a la
agricultura y a los bienes de consumo, puesto que el Estado seguía manteniendo
la “alta dirección” de la economía nacional, y sujetaba con firmeza a la banca,
la industria pesada, los transportes y el comercio exterior. Hecho aún más
notable e importante era que los comunistas consolidaban su dominio sobre todo
el territorio soviético.
Durante la
guerra civil y el periodo de la N.E.P., el partido comunista monopolizó todo el
poder político, llevando a cabo una implacable persecución contra los
“desviacionistas”. La democracia interna, el derecho a disentir, cedieron ante
la dictadura, pues, como decía el propio Lenin, la disciplina debe ser cien
veces más rigurosa en el repliegue que en la ofensiva.
El tratado de Rapallo
Deudas de
guerra y reparaciones fueron los dos grandes temas que obsesionaron a los
gobiernos durante los años inmediatos al
final de la guerra. Todos eran deudores y todos se creían acreedores. Era una
cadena continua con eslabones de todas las categorías: vencedores y vencidos,
países pobres y gentes ricas.
Lenin, con la
revolución rusa, cortó el nudo gordiano de las alianzas y compromisos, negando
odas las deudas y publicando todos los acuerdos secretos. Millones de personas
poseían acciones rusas sobre el petróleo mojado. Y determinó la acción aliada
de intervenir: tropas inglesas, francesas, japonesas y checas ayudaron a los
generales zaristas Denikin, Wrangel, Yudenich y Koltchak en sucesivas campañas
que asolaron gran parte de Rusia en 1918 y 1919. Todos ellos fueron derrotados.
Los campos petrolíferos de Bakú pasaron de manos alemanas a inglesas y de éstas
a las de los soldados rojos de Lenin, que consiguió hacer una paz, cediendo
extensos territorios en Polonia, países bálticos, Rumania y Finlandia, pero no
los pozos petrolíferos de Bakú. La perspicacia aguda de Lenin como
revolucionario se revela también genial como estadista y como economista. Los tres
años que vivió y gobernó después de la revolución (1920-1922), antes de su
enfermedad, tuvo ocasión de demostrarlo con dos medidas, dos cambios radicales
que asombraron al mundo como aquellos primeros diez días de la revolución, y
más que nadie a sus compañeros de partido y de equipo. Estos dos cambios
fueron: la N.E.P. y las relaciones económicas internacionales, rompiendo el
cerco que asfixiaba a Rusia.
Tal sucedió
en la conferencia de Génova. Rapallo y el acuerdo con Deterding son los dos
hechos sensacionales de aquella semifracasada conferencia, que reflejan la
agudeza característica de Lenin. El 28 de octubre de 1921, Lenin sugirió una
conferencia internacional. Lloyd George y Poincaré la convocaron para el 26 de
febrero de 1922 en Génova. Asistieron los aliados más Alemania y Rusia.
El estadista
ruso hubiera querido asistir personalmente para gozar de su triunfo inicial. Se
hubiera hallado como el pez en el agua en aquella Europa occidental que tan a
fondo conocía. Retenido por razones de salud más que de seguridad, envió a
Chicherin con el que conservaba telefónicamente a diario.
Se prometió a
Rusia el reconocimiento, si el gobierno comunista aceptaba pagar 18’000
millones de francos oro, a lo que Lenin replicó que estaba de acuerdo si a su
vez los aliados aceptaban una deuda de 30’000 millones, valor de las pérdidas
rusas por la intervención de 1918-1919. A la vez proponía un “desarme general
colectivo”. Este lema que ocupará veinte años de la vida de la Sociedad de
Naciones –en vano- aparecía por primera vez en la escena internacional.
A punto de
fracasar la conferencia, dos hechos y dos hombres supieron explotar la oferta
de Lenin y su nueva orientación política. Ambos hechos cayeron en el mundo de
la postguerra como dos bombas. Son Rapallo y el acuerdo franco-inglés. Los dos
hombres son Walter Rathenau, ministro alemán, y sir Henry Deterding, presidente
de la poderosa compañía petrolera Royal Dutch Shell.
Al margen de
la conferencia, de noche –se ha llamado a tal fecha la conferencia de los
pijamas-, el 16 de abril de 1922 se reunieron en Rapallo, población próxima a
Génova, los delegados alemanes y los rusos y firmaron un acuerdo por el que
ambos países restablecían sus relaciones diplomáticas, renunciaban a toda
reclamación y reanudaban sus tratos comerciales.
El anuncio
del tratado de Rapallo cayó como una bomba y los occidentales protestaron. Pero
todos los clamores se apagaron cuando se hizo pública la otra noticia
sensacional de aquella conferencia: la del acuerdo entre Lloyd George y Krassin
por el que se concedía a la Royal Dutch Shell el monopolio del transporte del
petróleo ruso. Era la labor que Henry Deterding, directivo de la compañía
petrolera anglo-holandesa, realizara con tenaz habilidad entre bastidores
aquellos días. Antes de la guerra de 1914, Deterding había comprado las
participaciones de los Rothschild en los petróleos rusos y desde 1918 venía
promoviendo, aunque en vano, la intervención militar aliada en el Cáucaso, con
objeto de recuperar “sus” bienes. Ante el fracaso de las expediciones Wrangel y
Koltchak, eligió Génova como escenario para obtener una victoria diplomática a
su favor. Desde hacía meses venía comprando a bajo precio en el mercado de
valores todas las acciones de petróleos rusos, y así pudo presentarse como
dueño indiscutible de los pozos caucasianos.
Cuando se
conoció el convenio Lloyd George-Krassin, los americanos reaccionaron. Child,
el observador americano, afirmó, pensando en la Standard Oil, que los Estados
Undos no aceptarían más política comercial que la de “puerta abierta”, y la
Standard Oil, que en 1914 había adquirido la participación de los hermanos
Nobel en los petróleos caucásicos, intentó hacer valer sus derechos. Los
Estados Unidos exigieron ser equiparados a Inglaterra.
La lucha de
los “petroleros” determinó el fracaso de la conferencia. El acuerdo de Rapallo
rompió por primera vez la unidad occidental: los aliados volvían a dividirse a
causa del petróleo. Los franceses y los belgas respaldaron a la Standard Oil, y
los ingleses no se atrevieron a pasar por encima del veto americano.
No hubo
acuerdo de los aliados con Rusia, y la recién nacida Sociedad de Naciones, sin
Rusia ni Norteamérica, se convirtió en simplre mecanismo anglo-francés e
instrumento de una política vieja y condenada al fracaso de antemano. Peor aún,
a ser simple pausa entre las dos guerras.
La constitución de 1923 y la muerte de
Lenin
En años
sucesivos, los comunistas rusos concentraron toda su energía en el frente
interior, en la consolidación del régimen y en la inmensa tarea de transformar
el país en un Estado moderno e industrial.
La Nueva
Constitución de 1923 había sido proyectada en buena parte por Lenin, pero no
pudo intervenir en su redacción y aprobación definitivas. Dicha Constitución
creó un sistema federativo: la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas,
organismo fundamental que, por definición colocaba el internacionalismo
proletario por encima del factor nacional: cualquier Estado dispuesto a aceptar
el sistema soviético quedaba autorizado para ingresar en la Unión.
Hasta su
muerte, Lenin siguió siendo la primera figura del comunismo soviético. Ningún
otro jefe alcanzó un prestigio comparable, tanto en las cuestiones ideológicas
como en los asuntos ordinarios y en las prácticas cotidianas del Estado nuevo.
Con todo, el exceso de trabajo, la revolución y la guerra civil habían agotado
sus fuerzas y cayó víctima de una hemorragia cerebral en mayo de 1922; todavía
pudo reanudar, en parte, sus actividades durante el otoño, pero una nueva
crisis, en abril de 1923, le dejó paralítico, perdiendo incluso el uso de la
palabra. Falleció en Gorki, el 21 de enero de 1924.
En el
Kremlin, la lucha por ocupar el lugar de Lenin duraría muchos años.
Tras los
primeros embates de su postrera enfermedad, Lenin buscó mucho tiempo a su sucesor
ideal, pero murió sin haberlo designado o sin haberlo descubierto. Nadie tenía
su autoridad indiscutida ni su ductilidad ejemplar para sumar colaboraciones
personales, sin ceder en los principios. La mayoría de sus íntimos
colaboradores le resultaban sospechosos para una u otra razón.
Fue
precisamente la aparente mediocridad de Stalin lo que le permitió consolidar su
posición personal antes del gran debate revolucionario y del postrer ajuste de
cuentas; el ser considerado inofensivo por sus colegas le permitió obrar a su
antojo.
Stalin –que
en ruso significa “acero”- era el seudónimo de José Bissarionovich Dugaschvili
(1879-1953). Nacido en la localidad de Gori, Georgia, era hijo de un humilde
zapatero. La inteligencia que el joven demostró le valió una plaza gratuita en
el seminario de Tiflis; luego, ejerció su influjo en él para hacer propaganda
socialista y expulsado del seminario se consagró de lleno a la revolución, actuando
con un denuedo para organizarla en su comarca natal, donde desempeñó largo
tiempo el papel de agitador. Fomentó huelgas entre los obreros de la industria
petrolera georgiana y los comunistas elogiaron pronto su valor y su energía.
Stalin luchaba en pro del ideal revolucionario. Se arriesgaba con extremo y
llevaba siempre en pos de sí a la policía zarista; detenido en diversas
ocasiones, pasó muchos años en Siberia.
Stalin ocupa el primer puesto
Pronto sintió
la influencia de Lenin, a quien siguió al producirse la escisión en 1903 entre
bolchevices y mencheviques, y Lenin no tuvo partidario más fiel en todas las
diferencias internas del Partido o del Comité Central. En Siberia, al estallar
la revolución de febrero de 1917, Stalin quedó liberado al propio tiempo que
otros detenidos políticos y marchó al Petrogrado, donde desempeñó un papel de
segundo orden durante la revolución de octubre, siempre a las órdenes de Lenin,
encargado de la redacción de Pravda.
Miembro del primer Consejo de Comisarios del Pueblo, Stalin se ocupa ante todo
de “las nacionalidades”, es decir, de las poblaciones no rusas que comprendía
el imperio zarista, tema sobre el que había hecho estudios jurídico-políticos
con anterioridad. Durante la guerra civil de distinguió también como
organizador militar en particular en la lucha en torno a Tsaritsin, ciudad que
más tarde se llamaría Stalingrado; en el transcurso de este periodo sus choques
con Trosky, comisario en Defensa y fundador del ejército rojo, se acentuaron,
tanto por cuestiones de prestigio como por problemas estratégicos. Ambos eran
en temperamento, formación y carácter absolutamente opuestos. Y ambos eran
igualmente ambiciosos.
Stalin fue
designado secretario general del Partido Comunista ruso en 1922, en un momento
en el que pocos creían en la importancia del cargo. Stalin aprovechó de la
ausencia de Lenin, durante su enfermedad, así como el terror de sus colegas, y
disimulado tras un hábil anonimato fue estructurando una maquinaria política en
la que instaló a sus fieles adictos en puestos claves. Hombre de inaudita
energía y perseverancia, era un astuto y metódico, riguroso y paciente como un
asiático, y en cierta ocasión, en un momento de confidencias, dijo que ninguna
noche dormía con tanto placer como cuando había logrado tender una trampa a sus
enemigos el día anterior. Para él, solo contaba el poder efectivo, dejando la
frívola gloria a los demás; ahora también, se trataba de conquistar, conservar
o ejercitar un auténtico poder, no conocía escrúpulos, sirviéndose para ello de
la fuerza o de la astucia. Stalin aunaba la prudencia con el rigor,
protegiéndose por las partes hasta que se sentía firme y podía seguir adelante.
Durante casi toda la generación, Stalin gobernó en la inmensa Rusia al estilo
oriental, y su exceso no fue debido a un golpe de estado ni a un Putsh rápido y
brutal que le dieran tan fabuloso poder: Stalin tuvo el tiempo necesario de
ocho a diez años, para edificar una estructura política, pieza a pieza,
apartando a sus adversarios uno tras otro. Enfrentó entre sí a hombres y a
grupos, invirtió el sentido de sus alianzas y procuró que los demás se
destruyeran entre sí.
La eliminación de Trosky
El camino
seguido por Stalin e los años posteriores a la muerte de Lenin en una línea
quebrada y confusa entre los hombres y las políticas oscilando entre las
diversas alianzas posibles. Su primer rival, y el más peligroso, fue Trosky,
personalidad máxima del comunismo después de Lenin, hombre de aguda
inteligencia y temperamento ardiente, héroe brillante y popular de la
revolución y vencedor de la guerra civil. Aunque tenor de las apariencias,
valía infinitamente más que Stalin, de hecho no pudo oponerse a la paciencia
asiática y a la habilidad maniobrera del secretario general.
En su primera
confrontación, Stalin se alió con dos personalidades que temían a Trosky
capaces de aspirar al puerto supremo de Rusia, Zinoviev y Kaménev, y juntos
formaron una troica, especie de triunvirato. Trosky se oponía a la burocracia
del partido, reprochándole su actividad, en exceso pasiva, durante la N.E.P. y
se proponía reanimar el impulso revolucionario y promover una industria nueva,
capaz de elevar el nivel de vida de la población. No le faltaban
argumentos su favor: el malestar de los
años 1923-1924 impulsó a los trabajadores a huelgas espontáneas. Por otra
parte, la política de Trosky estribaba en una idea optimista ya superada de la
revolución mundial: Trosky creía en la doctrina de la “revolución permanente”,
la necesidad absoluta de extender la revolución a otros países por la
imposibilidad de construir el socialismo en uno solo, aislado y atrasado.
Al estallar
la controversia entre Trosky y la troika,
Stalin y sus colegas ejercían ya enorme influencia en el partido y puede
decirse que ya casi lo mantenía bajo su dominio pudiendo oponerse a Trosky el
ejemplo de Lenin, maestro de todos ellos. Apoyándose de ese modo, en la obra de
Lenin, crearon una ideología comunista que respondía a todas las cuestiones
posibles y convirtieron la doctrina leninista en la exégesis más favorable a
sus intereses. En esta línea doctrinaria, Stalin y los suyos lograron
fácilmente confundir a Trosky aludiendo a su pasado: en efecto, el comisario de
Defensa había ingresado tarde en el partido y, en algunas circunstancias se
puso al propio Lenin. Aludían sobre todo a la paz Brest-Litovsk y a posiciones
teóricas en las que el ardoroso tribuno no estaba muy firme. Pero Lenin jamás
le reprochó tales defectos ni diferencias; más aún sacó partido de las mismas.
El diario del
Partido proponía la sentencia: Trosky, culpable de desviacionismo, debía
dimitir de su cargo; ello acontecía el 1 de enero de 1925, el año escaso de la
muerte de Lenin.
Las
discordias interiores continuaron durante todo el año de 1925, en especial en
torno a la industria y a la agricultura. Stalin actuaba con su habitual
prudencia; con el Congreso de noviembre de 1925; cuando la crisis se hallaba en
su punto culminante y con brusco giro en la actitud, comenzó a atacar a los
izquierdistas Kaménev y Zinoviev,
obteniendo que fueran condenados por la asamblea. Las dos personalidades
vecinas se salieron inmediatamente con Trosky, su antiguo adversario; la nueva troika experimentó otra derrota en otoño
de 1926, pero no se dieron por vencidos. Trosky emprendió una violencia
contraofensiva, reprochando a los estalinianos los reveces sufridos por el
comunismo internacional, especialmente en China, donde Chiang Kai-chek llevará
a cabo una matanza de comunistas, aliados al Kuomintang durante años, según
normas de Stalin.
La acción
emprendida por Trosky terminó con una aplastante derrota, que fue definitiva
por obra de sus opositores enfrentándose violentamente con aquellos
izquierdistas llamados en lo sucesivo “trokistas” que quedaron excluidos del
Partido. Una apelación formulada ante el Congreso de diciembre de 1927, no
obtuvo resultado. Trosky fue exiliado a AlmaAtá, en Asia central, pero a
comienzos de 1929 logró escapar de allí y pasas en primer lugar a Turquía,
luego a Francia y Noruega, y finalmente a México. El 21 de agosto de 1940 fue
asesinado en este último país.
Los planes quinquenales
La primera planificación económica
En el mismo
Congreso del Partido Comunista en que aniquilara la oposición de izquierdas,
Stalin propuso nuevas medidas de gobierno que correspondían exactamente a la
doctrina económica propuesta por los vencidos. En la cuestión agrícola, Stalin
trataba de englobar las pequeñas explotaciones surgidas de la reforma agraria
en grandes conjuntos centralizados, cuya explotación colectiva permitiría
practicar un cultivo motorizado moderno; al propio tiempo, el Partido obligaría
al país a industrializarse y ambas acciones quedarían coordinadas en un solo
proyecto de inmenso alcance.
De este modo
se inició en toda la Unión Soviética, desde la frontera europea al Pacífico, la
época de los planes quinquenales. El primero de ellos se puso en marcha el 1 de
octubre de 1928.
Sólo se
trataba de una nueva experiencia, aunque de enorme resonancia: un país inmenso
elaboraba, hasta los menores detalles, un plan económico y laboral que prevía
todos los factores y contingencias de su producción económica durante cinco
años sucesivos. El objetivo del esfuerzo a realizar era: doblar en cinco años
la producción nacional, con un capital inicial de 50’000 millones de rublos. El
“gigante” emprendía así el aprovechamiento de sus enormes recursos para
liberarse completamente de toda dependencia del extranjero. Un esfuerzo
sobrehumano se exigía al pueblo soviético, pero si triunfaba el país se
colocaría al nivel de los primeros Estados industriales del mundo, y su
agricultura, mecanizada, moderna y colectivista, batiría todas las marcas de
producción. Desde el punto de vista político, era la ruptura completa con la
N.E.P. y con la doctrina agrícola de Lenin, y desde el punto de vista
administrativo, conviene señalar que para llevar a cabo el Plan Quinquenal
sería preciso imponer una dirección centralizada que no retrocediese ante
ningún obstáculo.
La coyuntura
internacional no era tampoco muy favorable: en la misma época en que ponía en
funcionamiento el primero de los planes quinquenales estallaba la gran crisis
internacional en el campo económico (1929), y se alzaban por doquier barreras
aduaneras proteccionistas, a la vez que se producía un hundimiento en los
precios; por otra parte, la Unión Soviética partía de la nada. El plan padecía
lagunas de índole técnica, y su aplicación no dejaría de experimentar graves
errores; así, se carecía de expertos y de obreros especializados para manejar
las máquinas. No por ello dejó de impulsarse el plan, y a pesar de sus dificultades
y errores, y de las decepciones y reveses de todas clases, la producción
aumentó. Cada año se realizaban nuevos y gigantescos proyectos: grandes presas,
complejos siderometalúrgicos, tractores e industria pesada, centrales de
energía eléctrica, de industrias químicas. Se emplearon todos los
procedimientos para obligar al pueblo trabajador a llegar a los límites de la
resistencia física, y si los dirigentes del plan estimaban insuficientes los
progresos se acusaba de sabotaje a los responsables. En cambio, el obrero o el
técnico que superaba la norma de producción fijada percibía un salario también
muyn superior al promedio.
Las
extraordinarias proezas realizadas con el sudor y la sangre, el entusiasmo y la
angustia, de los pueblos soviéticos, se han debido a múltiples causas. Dos
razones fundamentales son la variedad y la magnitud de los recursos naturales
de la URSS y el sistema impuesto para aplicar los recursos humanos a esos
recursos natrales, esto es, el planeamiento económico totalitario. Ese
planeamiento significa que el Estado traza planes integrales de producción,
incluidos la agricultura, los transportes, el comercio exterior, los bancos y
el sistema monetario, que decide todas las cuestiones de crédito y de
inversiones. Fija los precios al por mayor y en grado considerable los precios
al por menor.
Los “kulaks” o campesinos propietarios
El primer
Plan Quinquenal concedía prioridad máxima a la colectivización y modernización
o “tractorización” de la agricultura. Cambios y transformaciones enormes que
hicieron tambalear a la sociedad soviética en sus cimientos. La razón política
imponía a desaparición de los campesinos propietarios de tierras. La misión de
la agricultura era ampliada: en lo sucesivo no tendría sólo los máximos
excedentes para colaborar económicamente en la formación de las nuevas
industrias; al propio tiempo, era preciso mecanizar la explotación de la
tierra, transformando las grandes granjas colectivas en empresas estatales.
Stalin trató primero de atraerse a los labradores para que colaborasen en las
cooperativas intervenidas por el Estado y con tal objeto les brindó crecidos
préstamos, les concedió reducciones de impuestos y les proporcionó maquinaria
barata. Pero todo fue en vano: los campesinos rehusaban abandonar su parcela
privada de tierra, oponiéndose violentamente a la entrega de los productos de
campo, cada vez en mayor escala, que exigía la población de las áreas urbanas
en constante crecimiento. Las repetidas exigencias del Estado iban agotando las
reservas de cereales y la penuria se hizo evidentemente insostenible.
Stalin
decidió recurrir a la fuerza, cada vez con mayor intensidad. En 1930, se
desencadenaba una implacable campaña contra los kulaks o campesinos propietarios. El vocablo kulak, en ruso, significaba anteriormente “puño”, y, en su origen,
designaba a los labradores más acomodados que tenían en sus fincas a un número
de jornaleros; pero luego los comunistas utilizaron este término para referirse
a los propietarios de tierras hostiles a la colectivización. Stalin condenó a
deportación a miles de kulaks y en
numerosos puntos del país la desesperación obligó a los campesinos a rebelarse
contra el gobierno soviético. Policía y ejército emprendieron una brutal
represión, se practicaron ejecuciones en masa, el terror reinó en el ámbito
rural, y los campesinos replicaron con sabotajes, disminuyeron las superficies
cultivadas y sacrificaron el ganado para su consumo particular o destinándolo a
la venta clandestina. En pocos años, la cabaña soviética quedó reducida a la
mitad, el abastecimiento de la población quedó comprometido en forma
catastrófica y, durante algún tiempo, el gobierno hubo de ceder. Más tarde
reemprendió el sistema de colectivizaciones.
La
realización del primer Plan Quinquenal supuso no sólo una nueva revolución
económica y técnica, sino también política y social. La Unión Soviética se
convirtió en un país industrial, con una agricultura moderna y colectivizada,
todo ello bajo una dirección centralizada y dictatorial. El Estado iba
edificando su nueva estructura mediante impuestos e impréstitos forzosos; al
propio tiempo, desaparecían los últimos vestigios de libertad política, todo lo
que todavía pudiera quedar del derecho a la libre expresión y de garantías
individuales y colectivas, no sólo al estilo liberal, sino dentro del mismo
espíritu del comunismo lenista.
Stalin
pretendía crear un Estado “monolítico”, sometido a una sola voluntad; el
régimen soviético transformó cada uno de los sectores de la vida social y todo
cambiaba hasta hacerse irreconocible. Inmediatamente después de la revolución,
habían florecido las opiniones más extremas respecto al matrimonio, a la
familia, la educación y el derecho al arte. Así, el divorcio se hizo muy fácil
de conseguir y se legalizó el aborto; en pedagogía se adaptaron los métodos más
liberales con la supresión total del temor al maestro; la criminalidad fue
considerada como una enfermedad social; los artistas podían experimentar y
tratar el arte a su antojo; los más alcanzados ensayos eran considerados como
los más revolucionarios. Así era en tiempos de Lenin.
En enero de
1933 se inició el II Plan Quinquenal. El Estado Soviético al mando de Stalin
necesitaba familia sólidamente, constituidas y con numerosos hijos; fue casi
imposible para el ciudadano corriente obtener el divorcio, y el aborto se
limitó de manera rigurosa. Se estableció de nuevo la autoridad paterna y las
escuelas aplicaron una dura disciplina, con programas muy cargados de
asignaturas; se favoreció la emulación en el estudio y se llegó incluso a la introducción
del uniforme escolar. La justicia, ya se verá de suyo, fue implacable con los
llamados “delitos políticos” y entre ellos el más grave era el ser “sospechoso”;
la policía practicaba sistemáticamente la tortura y retenía como rehenes a los
familiares del acusado.
El reconocimiento de la URSS
En enero de
1933 el mariscal Hindenburg (1847-1934) entregaba la cancillería alemana al
partido nacionalista, a la vez que las potencias occidentales reconsideraban el
problema de las relaciones diplomáticas con la unión soviética pensando en la
convivencia de ponerla de su lado en una posible guerra provocada por el
régimen de Hitler (1889-1945). En noviembre, los Estados Unidos reconocieron a
la URSS y establecieron relaciones diplomáticas con ella. La sociedad de
naciones le dio entrada en septiembre del año de 1934.
Estos éxitos
en política internacional permitieron a Stalin una política personal mucho más
violenta con sus adversarios. El factor nacionalista ruso pasó a primer plano;
se buscaba inspiración y estímulo en los reinados de Iván el Terrible o Pedro
el Grande, en jefes militares como Kutúsov y Suvároy, exaltándose del nuevo “patriotismo
soviético” y despreciando el internacionalismo proletario, como no fuera para
convertirlo en simple instrumento de la política nacional; a todo ello vino sumarse
a la veneración creada en torno a Stalin por toda la nutrida cohorte de turiferarios
de que se rodeaba y de todos cuantos aspiraban hacer algo en el país. Era el
jefe infalible y el culto a su personalidad llevó a una adulación sin medida a
un total servilismo. Las estatuas y los retratos de Stalin aparecían en todas
partes, ningún ciudadano podías escribir un artículo o pronunciar un discurso
sin citar a Stalin con los más ditirámbicos calificativos; la literatura y las
artes figurativas honraban de idéntica forma al
“jefe genial”, al “padrecito”, al clarividente e indiscutible jefe. Sin
embargo, el dueño absoluto de la Unión Soviética no se consideraba el abrigo de
sus adversarios supuestos o reales. Uno de sus colaboradores más íntimos Sergei
Kírov (1888-1934), miembro del Politburó desde 1930 considerado como heredero
de Stalin, apareció asesinado en Leningrado el 1 de diciembre de 1934. Luego ,
siguió una oleada de terror y cuando todo hubo terminado, Stalin ya había
diezmado a la vieja guardia bolchevique: miles de comunistas veteranos y de las
nuevas generaciones habían pagado con sus vidas un supuesto “desviacionismo”,
sus posibles ambiciones políticas o las fanáticas “sospechas” de conspiración
contra el régimen que se les imputaban.
Stalin temía
al nacismo y estableció tratados de alianza con Francia y con Checoslovaquia
(mayo de 1935). Pero a los pocos meses Alemania anunciaba con gesto de desafío su
firme propósito de rearmarse, mientras estallaba la guerra de Abisinia con la
Italia de Mussolini e Hitler se lanzaba a la reconquista de la región del Rin,
dando los primeros pasos para la formación del Eje con el Pacto anti-Komintern
con el Japón.
La gran crisis económica
La depresión de 1929
Deudas de guerra en insolvencia
general
Hacia 1925,
la economía mundial se hallaba bastante equilibrada, la producción había vuelto
al nivel de antes de la guerra, la cotización de las materias primas parecía estabilizada
y los países atravesaban un periodo de alta coyuntura eran numerosos. Sin
embargo, no era un retorno a la belle époque
una serie de equilibrios tradicionales quedaban alterados: la producción y
el bienestar progresaban de manera espectacular en unas partes (Estados Unidos,
Japón), mientras que en otras, perdida de la prosperidad anterior a la guerra,
vivían abrumados por el paro obrero y la crisis endémicas; en particular, la
Gran Bretaña. Además, el nuevo equilibrio general reposaba sobre bases
sumamente frágiles.
Los grandes
problemas internacionales no contaban más que con soluciones provisionales, y
muchas deudas solo se pagaban mediante nuevos préstamos; tal era el caso de las
reparaciones alemanas y de las deudas de guerra aliadas, en especial a los
Estados Unidos. Desde luego, ambos fenómenos se hallaban íntimamente ligados;
los franceses contaban con recibir de Alemania el dinero que debían de
Inglaterra, y ya es conocido el resultado. El hundimiento de la economía
alemana, hábilmente exagerado por sus gobiernos, impidió a los británicos pagar
sus propias deudas a los norteamericanos. El presidente
Calvin Coolidge (1872-1933) no cesaba de insistir: They hired the money, didn’t
they? (“Pidieron
préstado el dinero, ¿no es así?...?”).
Al propio
tiempo, los americanos complicaban singularmente la posición de los europeos.
La deuda internacional no podía pagarse sino con oro o mercancías, los
norteamericanos frenaban sus importaciones de Europa con nuevos y cada vez más
elevados derechos de aduana, al tiempo que utilizaban su superioridad para
imponer sus exportaciones a Europa.
Por otra
parte, los Estados Unidos disponían de las mayores reservas de oro del mundo,
por lo que, para mantener el patrón oro, hubieron de conceder cuantiosos
préstamos a Europa. Tal fue el origen de los planes Dawes y Young.
En 1914, la
economía norteamericana vivía en plena era de prosperidad, Y la guerra europea
lo acrecentó: durante tres años sucesivos, los Estados Unidos fueron los proveedores
de un mercado casi ilimitado, mientras que las potencias europeas se equilibraban
entre sí. La capacidad industrial de los Estados Unidos también había aumentado
considerablemente y su agricultura progresaba a idéntico ritmo.
El desastre de Wall Street
La coyuntura
de alza, denominada allí Big Bull Market,
descansaba así sobre una base sumamente frágil.
Todo el sistema se derrumbó el octubre de 1929, y en pocos días – en cuestión
de horas, incluso- las cotizaciones perdieron todo cuanto habían ganado durante
meses, o, mejor dicho, durante años. Los pequeños especuladores quedaron
arruinados y tuvieron que vender con enormes pérdidas y al cundir el pánico los
grandes capitalistas pronto se encontraron también con dificultades. El 23 de octubre
de 1929 las cotizaciones registraron una pérdida media de 18 a 20 puntos, y
pasaron de mano en mano unos seis millones de títulos; al día siguiente, nueva
caída de las cotizaciones, entre 20 y 30 puntos, e incluso de 30 a 40 para las
grandes empresas. Es tan crítico momento, los primeros bancos del país y los
corredores de bolsa más destacados intentaron salvar los negocios y reunieron
240 millones de dólares para las cotizaciones mediante compras masivas, y en
aquella sola jornada cambiaron de mano trece millones de acciones. Tan
desesperada tentativa produjo sólo resultados de carácter momentáneo; el lunes
28 de octubre se produjo un nuevo descenso de 30 a 50 puntos y al día siguiente
–que pasó a la Historia con el nombre de “martes negro”- fue la jornada más sombría
de Wall Street. El pánico fue absoluto: en pocas horas, 16 millones y medio de
acciones se vendieron con pérdida a un promedio del 40 por ciento. Más tarde,
en noviembre, cuando se hubieron calmado un tanto los ánimos, las cotizaciones
habían descendido a la mitad desde el comienzo de la crisis bolsística, y no
menos de 50 millones de dólares se habían desvanecido como el humo.
La quiebra de
la bolsa de Nueva York fue el momento más dramático de una crisis sin
precedentes; de todos modos, el derrumbamiento de Wall Street no fue el prólogo
ni la causa de la crisis económica mundial fue solo su más espectacular
síntoma. La desmedida producción no planificada, la brutal competencia que
acarreó, supuso un rápido aumento de productos que no hallaban mercado a la par
que una acumulación monopolística de capitales en unas cuantas manos de grandes
propietarios –“vejez de la industria” se la denominó-, sistema de una peligrosa
concentración de capitales.
Los primeros
indicios de recesión se dejaban sentir en los países productores de materias
primas mientras Wall Street vivía todavía en plena euforia. La depresión tenía causas
múltiples: tras un periodo de fuerte expansión sobrevino una crisis de
coyuntura y adaptación de modo que podía decirse “normal”, pero que estalló con
violencia inaudita. De todas formas, aquellas crisis, “normal” hasta cierto
punto, era asimismo estructural, resultado de la guerra y de sus funestas
consecuencias, tales como la presión fiscal las deudas de guerra y las
reparaciones alemanas.
La
racionalización y las nuevas técnicas industriales y agrícolas contribuían igualmente
a la crisis. El aumento de producción por hora trabajada, sin aumentar la mano
de obra, es beneficioso para la industria, pero no en todas las circunstancias.
Un ritmo de expansión demasiado rápido acarrea dificultades de transición y de
adaptación. La racionalización del trabajo suprime empleos y los trabajos
disponibles para otros sectores de la producción, al realizarse el paro, no
pueden adaptarse con eficiencia y rapidez; por tanto, este problema de readaptación
provoca, en la mayoría de los países, un bache importante apenas transcurre el
periodo de alta coyuntura. Aparte de ello, las dificultades internas y la
inestabilidad de la política mundial impedían entonces la elaboración de
cualquier planificación a largo plazo. La crisis norteamericana no fue en sus
comienzos si no una quiebra de índole bolsística, el brusco estallido y
desmoronamiento de un mito creado por los especuladores; no obstante, sus
consecuencias serían hondas y duraderas. Las personas arruinadas a causa del
derrumbamiento del Stock Exchange limitaron sus gastos, los afortunados que
todavía disponían de algún capital quedaron atemorizados y se negaban a
invertirlo de nuevo, y las fuentes del crédito se agotaron. Las consecuencias
de todo ello fueron fatales, en general, para Europa, y en particular para la
economía Alemana, que dependía casi por entero a los préstamos americanos a
corto plazo.
Roosevelt y el
“New Deal”
Franklin D. Roosevelt
Los obreros
sin trabajo se vieron reducidos a solicitar la asistencia privada, y cuanto
mayor era su miseria, más crecía su descontento, dirigido en primer término
contra los líderes del partido republicano, quienes, después de prometer al
país una creciente prosperidad, sólo fueron capaces de sumirle en la catástrofe
económica. El partido quedó derrotado en las elecciones de 1923: Hoover se
presentó candidato para la renovación de su mandato presidencial y obtuvo 16
millones de sufragios, frente a los 23 del candidato demócrata, Franklin D.
Roosevelt (1882-1945).
La nueva gran
figura de la Historia americana nació en Hyde Park. N.J., y era pariente del
presidente Teodoro Roosevelt (1858-1919). El joven Franklin se educó en un
hogar de familia muy acomodada, estudió primero en Croton, centro universitario
familiar al Eton británico, y después siguió estudios universitarios de Harvard
y Colombia. De ideas más progresivas que los otros Roosevelt, la familia de
Franklin se adhirió al partido demócrata y este ocupó un escaño en el senado
neoyorquino a los 28 años de edad. Apoyó al presidente Wilson y su programa
reformista “New Freedon” (Nueva Libertad) en las elecciones de 1912, y fue
ministro adjunto de marina en el gabinete de Wilson (1913-1917). En 1920.
Franklin D. Roosevelt fue candidato a la vicepresidencia pero su partido resultó
vencido en las elecciones. Esto representó un tropiezo de escasísima
importancia en la brillante carrera de Roosevelt comparado con la desgracia que
hubo de padecer al año siguiente: afectado de poliomielitis, Roosevelt se
debatió durante varias semanas entre la vida y la muerte, y permaneció casi 2
años inmovilizado, una brillante carrera política parecía inmovilizada y se
diría que el joven Roosevelt estaría destinado a pasar el resto de sus días en
un sillón de ruedas en su propiedad familiar de Dutchess Country.
Sucedió lo
contrario: con ayuda de su esposa Eleanor, Roosevelt se dedicó con toda energía
a sobreponerse a su dolencia e invalidez, y en 1928 un nuevo Franklin de
Roosevelt reaparecía en la vida política norteamericana para asombrar al mundo.
Hasta entonces Roosevelt había utilizado ampliamente su agudeza y simpatía
personal sin conseguir compensar, con sus cualidades, sus defectos, y a menudo
parecía de carácter superficial y arrogante.
El precio de la victoria
En 1928, al
presentar su candidatura para el cargo de gobernador del Estado de Nueva York, fue
elegido para el periodo 1929-1933, pese a la intensa marea electoral a favor de
los republicanos que aquel año impulsó a Hoover a la Casa Blanca. Roosevelt
demostró ser un gobernador muy competente y defendió un programa de reformas
liberales cuando apenas se manifestaban los primeros síntomas de crisis.
Candidato demócrata a la presidencia de 1932, luchó constantemente en defensa
del ciudadano modesto frente a la depresión, es decir, a base de la doctrina
del “New Deal”- literalmente, Nuevo Reparto-, por haberse hecho necesario
redistribuir los naipes más equitativamente las oportunidades. Roosevelt daba
por vez primera un contenido social a la política americana. El New Deal
combinada en conjunto los programas de la New Freedom de oportunidades para
todos. Roosevelt organizó la lucha contra la crisis y estableció los planes
precisos para una reconstrucción económica y social del país, apoyándose en un
grupo de especialistas de tendencias liberales, cuyos colaboradores recibieron
el nombre que luego fue célebre, de brain
trust o “trust de los cerebros”.
Roosevelt en la Casa Blanca
Las
elecciones del 8 de Nov. De 1932, significaron un gran triunfo de Roosevelt; ya
no abandonaría la presidencia hasta su muerte. Sin embargo, la constitución
norteamericana no le permitía entrar en funciones antes del día 4 de marzo del
año siguiente.
Entretanto,
el fantasma de la depresión seguía agigantándose de tal modo que a últimos de
febrero la mayoría de los bancos norteamericanos cerraban sus puertas y toda la
economía estaba amenazada de caos. El nuevo presidente y su administración
iniciaban sus tareas en pleno desastre, si bien aquella catástrofe, por su
misma amplitud, llevaba en sí gérmenes de renovación y ofrecía al nuevo equipo
gubernamental excepcionales oportunidades. Paralizados por el terror, el pueblo
y los políticos estaban dispuestos a seguir a quien se decidiese, por fin a cargar
sobre sus hombros la responsabilidad de actuar de firme y poner remedio.
Durante los 3
primeros meses, los llamados “Cien días” de Roosevelt, el presidente adaptó una
desudada cantidad de medidas y reformas que dejaron a la nación y al congreso
liberalmente estupefactos. El pánico fue creciendo y la economía trató de salir
paulatinamente de marasmo en que yacía; los campesinos recibieron la ayuda
federal, préstamos en dinero y autorización para regularizar sus precios;
también la ex asistencia pública hacia los indigentes se organizó en forma
efectiva y fue dotada de considerables fondos a cargo del presupuesto nacional.
Una nueva ley sobre las actividades de la bolsa tendió a impedir la excesiva
especulación en la misma. Nuevas leyes federales establecieron una protección
social moderna y eficaz, si bien su iniciativa más revolucionaria lo constituyó
una ley para la “recuperación” industrial del país, la llamada Nacional
Industrial Recovery Act, abreviadamente N.I.R.A. o N.R.A., texto capital que
reglamentaba la vida económica, fijaba las horas de trabajo, el salario mínimo
y los precios estables. La N.R.A. fomentaba la colaboración entre la industria
y el estado y renovaba el impulso económico mediante el aumento de los salarios
y la disminución de la jornada del trabajo ya que cuantos más norteamericanos
trabajasen tanto mayor sería el poder adquisitivo del país en conjunto, al
propio tiempo que se reduciría el desempleo.
El New Deal en marcha
Una vez
pasado el pánico, la industria norteamericana se resintió duramente de las
cortapisas que la nueva legislación ponía a su actividad y fueron muchas las
empresas que declararon la guerra al New Deal, calificándolo de “programa
socialista” que se oponía al tradicional individualismo norteamericano y al no
menos rutinario laisser faire de la
economía de los Estados Unidos. Muchos políticos conservadores se rebelaron
contra la administración Roosevelt, y el gobierno tuvo que enfrentarse con el
Tribunal Supremo, debido a que algunas disposiciones del New Deal parecían anti-constitucionalistas;
y así se produjo una enconada controversia que afectaba a los principios
básicos de la legislación americana.
Roosevelt y
su equipo no estaban dispuestos a tolerar que el Tribunal Supremo agitase el tema
de la Constitución para atacar a una autoridad elegida por el pueblo, que
incluso luchaba para salvar al país de la crisis económica. Roosevelt trató
entonces de rebajar el límite máximo de edad para los miembros del Tribunal
Supremo, ya que de este modo numerosos adversarios suyos en dicho órgano de
Justicia deberían ceder su cargo a candidatos propuestos por la Presidencia.
Tal proyecto de ley provocó enormes repercusiones en la opinión pública, que lo
consideró una tentativa para ejercer presión sobre el Tribunal Supremo, en
flagrante contradicción con los principios esenciales del Estado americano.
El New Deal
favorecía en diversas formas a los obreros y a los sindicatos, aunque muchos
menos que en los países europeos, debido a la resistencia y oposición de los big business men o grandes empresarios.
Presentaciones en Slideshare:
http://es.slideshare.net/historiaa418/unidad-6-periodo-entre-guerras
La era de las dictaduras
España en la encrucijada
El reino de Alfonso XIII
A principio
del reinado, se intentó aplicar el régimen parlamentario en forma más o menos
correcta, como en tiempos de Sagasta
y Cánovas del Castillo. El estadista Antonio Maura se preocupó por la reforma
de la administración local del caciquismo imperante y de los problemas
laborales llegándose a la creación de un incipiente instituto de reforma
sociales (1903) impulsos que fracasaron al fin.
En 1909 se
produjo una situación crítica: el bloque liberal o de la izquierda se opuso
energéticamente al dirigismo derechista de Maura los socialistas promovieron la
huelga general y estalló una guerra en Marruecos a causa del asesinato de unos
obreros de las minas del Rif. El episodio más espectacular fueron los sucesos
de la llamada “semana trágica” de Barcelona, grave explosión de carácter
anarco-sindicalista que motivó el fusilamiento de Ferrer Guardia y que produjo
viva sensación en España y en el extranjero.
La segunda República española
De 1923 a
1930, el general Primo de Rivera pretendió sostener el régimen monárquico
mediante una dictadura militar de tipo más bien paternalista. Llevó a cabo
intentos de política laboral con la cooperación socialista, y organizó comités
paritarios que iniciaron una especie de arbitraje en los conflictos laborales.
Dimitió en el
año de 1930 y le sucedieron el general Dámaso Berenguer (enero 1930- febrero de
1931) y el almirante Aznar (febrero-abril de 1931) con idéntica política aunque
más abierta hacia una consulta popular. La sublimación militar de Jaca
(diciembre de 1930) y la consiguiente represión de la misma señalaron el
prólogo del desmoronamiento del régimen monárquico.
En las
elecciones municipales del 12 de abril de 1931 los partidos republicanos
alcanzaron una gran mayoría en las principales ciudades del país, aunque no en
el campo, y los círculos monárquicos se alarmaron en extremo, produciéndose auténtico
pánico. La monarquía se desplomó por sí sola, sin ofrecer resistencia alguna.
El rey Alfonso XIII partió para el exilio en Roma, y en España se proclamó la
república el día 14; más tarde fue aprobada una constitución moderna (9 de diciembre
de 1931): los partidos de izquierda fueron los primeros en ocupar el poder y
proclamaron la separación de la iglesia y del estado en mayo de 1931 decretando
la libertad de cultos y con objeto de luchar contra la influencia de la iglesia
en la vida pública, la ley de congregaciones religiosas de marzo a mayo de
1933. Se preparó la ley de reforma agraria en septiembre de 1932.
En noviembre
de 1933 señalaron un desplazamiento hacia la derecha y el nuevo gobierno de los
radicales de Lerroux y los derechistas de la C.E.D.A. trató de promover una
política conservadora. En octubre de 1934 estalló una revolución de tipo social
que en Austria revistió especial gravedad simultáneamente, en Barcelona se
proclamó el Estado Catalán.
Las
elecciones de febrero de 1936 proporcionaron el triunfo a dicho frente popular,
otorgándole mayoría en el parlamento. Manuel Azaña sustituyó a Alcalá Zamora en
la presidencia de la República. Azaña era el típico representante de la
izquierda intelectual, liberal y burguesa al estilo francés y ya había sido
jefe de gobierno de octubre de 1931 a septiembre de 1933.
La II
República era un sistema conveniente a una burguesía de izquierdas de clase
media liberal y de menestralía, precisamente las fuerzas menos vivas excepto en
algunos territorios periféricos del panorama español.
Los católicos
que se sentían amenazados en sus conciencias hostilizaron a la república, y en
lugar de apoderarse de sus puestos de mando, contribuyeron a minarla. Sobre
estos profundos desgarrones en la piel de toro hispánica, no cayó otro bálsamo que la apología de la
violencia aprendida de la Alemania de Hitler, de la Italia de Mussolini, de la
Australia de Dollfuss, de la Rusia de Stalin e incluso de la Francia de febrero
de 1934. Europa se echó sobre España y la precipitó en la tremenda crisis de
1934, en Cataluña y Asturias, de la que salió con una mentalidad revolucionaria
en la derecha y en la izquierda. Y así, de la misma manera que muchas gotas de
agua formaron un torrente, los hispanos se dejaron arrastrar hacia el
democrático torbellino de julio de 1936. La república, era zarandeada por todos
los extremismos.
Estalla la guerra civil
Durante aquel
periodo, en ambos bandos una violencia respondía a otra, y tanto uno como otro
recurrieron sin vacilar al atentado político, tan frecuente en aquellos meses.
El de mayos repercusión fue el asesinato cometido en la persona del dirigente
conservador Calvo Sotelo el 13 de julio de 1936, en este hecho desencadenó el
conflicto armado el 18 de julio del mismo año.
El movimiento
nacional se inició el día anterior a Marruecos. Su presunto jefe, el general
Sanjurjo, pereció en un accidente de aviación, pero el alzamiento se propagó
pronto a diversas guarniciones españolas en numerosas capitales de provincia:
Sevilla, Granada, Córdoba, Salamanca, Zaragoza, Burgos, Valladolid y Galicia.
En cambio, el
movimiento fue reprimido en Madrid, Barcelona, Valencia, y casi en todas las
grandes ciudades, bajo la acción conjunta de soldados y asaltos creados por la República.
La contienda
civil europea de los años 1939 a 1945 los países extranjeros ayudaron a sus
bandos afines: Alemania e Italia “nacionales” y Rusia a los “republicanos”. Los
beligerantes pusieron a prueba en España nuevas armas y métodos tácticos que
serían aplicados luego, en el curso de la Segunda Guerra Mundial. El 30 de
Julio de 1936 aviones militares italianos ayudaron a las nacionales.
Las potencias
occidentales tenían razones sobradas para desear el mantenimiento o la restauración
de un régimen democrático en España, sin embargo, en Inglaterra, el equipo
gubernamental aparecía más dividido y se manifestaban simpatías hacia ambos
bandos.
España en armas
La “no intervención”
Tanto en la
Gran Bretaña como en Francia, los elementos más conservadores se hallaban
ofuscados por el temor a la implantación de un régimen comunista en España.
Además, el objetivo principal de ambas potencias era evitar que aquella guerra
civil degenerase en un conflicto europeo. Trataban de localizar el conflicto
interno español y con tal finalidad proclamaron una política de “no intervención”
procurando que los demás estados la secundara. Aparentemente, lo consiguieron
aunque no en la realidad.
Alemania,
Italia y Portugal se adhirieron a dicha política, que geográficamente les
favorecía. Francia por su parte aplicó desde pronto sus compromisos. Alemania e
Italia no solo enviaron material de guerra, sino millares de soldados y las
tropas de Mussolini pudieron contarse pronto por divisiones. Se ha calculado
que en 1937 a poco más de medio año de estallar el conflicto, luchaban en el
campo nacional unos 7’000 alemanes y 14’000 italianos; por otra parte, el
número de voluntarios extranjeros encuadrados en las brigadas internacionales
alcanzaba la cifra de 24’000.
El frente de
la guerra civil permaneció inestable durante algún tiempo: en otoño de 1936,
las fuerzas nacionales amenazaron la capital pero fueron contenidas estabilizándose
un frente de trincheras que se mantuvo toda la guerra. En la primavera de 1937,
las tropas republicanas consiguieron algunas victorias minúsculas, y a
principios de 1938 la efímera ocupación de Teruel, mientras los nacionales presionaron
en el frente cantábrico, conquistando rápidamente el norte (abril-octubre de
1937); fue en aquella época cuando, en una incursión aérea sobre la ciudad vasca
de Guernica, el 26 de abril de 1937, la Luftwaffe –aviación alemana- inauguró
las devastaciones de la moderna guerra aérea.
De marzo a
julio de 1938 se llevó a cabo la operación Aragón-Mediterráneo, que constituyó
una carrera al mar y significó la participación del territorio republicano en
dos zonas desiguales; a continuación (julio-diciembre de 1938) se entabló la
batalla de Ebro, campaña de desgaste, lucha de material y masa de maniobra, que
fue decisiva ya que acarreó la caída de Cataluña en un mes y medio (diciembre
de 1938 a febrero de 1939) y decidió el resultado de la guerra.
En septiembre
de 1938 se firmaba el pacto de Munich al que siguieron acuerdos más o menos
vagos entre Inglaterra e Italia, Francia y Alemania. Rusia quedaba excluida del
grupo político europeo.
El 5 de marzo
de 1939 sublevaron en Madrid contra el gobierno central –cuya cede oscilaba
entre Albacete, Valencia y Francia- un grupo político que en nombre del “comunismo”,
entonces tan de moda en Europa intentaba pactar con las ya victoriosas fuerzas
nacionales a expensas de aquel título y de la prisión de todos los comunistas
de la zona republicana.
Esta lucha duró en
Madrid ocho días y terminó con una especie de acuerdo –rendición de los
comunistas, en el que se prometía que no habría represalias; pero el jefe
militar Barceló y el comisario Conesa fueron fusilados y millares de comunistas
encarcelados por los juntistas. La resistencia había terminado. El 19 de marzo,
las tropas nacionales entraban en Madrid. El 1 de abril de 1939 terminaba la
guerra civil con la derrota de los republicanos luego de 33 meses de sangrienta
lucha en la que pereció un millón de españoles y casi otro tanto de ellos se
vieron obligados a refugiarse en el extranjero.Presentaciones en Slideshare:
http://es.slideshare.net/historiaa418/unidad-6-periodo-entre-guerras
No hay comentarios.:
Publicar un comentario